
*La brutalidad policíaca ha quedado impune cuando las víctimas han sido mexicanos.
De la redacción
Las ciudades de Estados Unidos, con extensión a otras urbes del extranjero, se han visto sacudidas por grandes manifestaciones para protestar contra la brutalidad policiaca y el racismo de los integrantes de las corporaciones de seguridad de ese país, que ocasionó dos muertes en las últimas semanas.
La falta de respeto a la vida de los grupos minoritarios, como los afroamericanos y latinos, caracteriza a un alto porcentaje de los elementos policíacos, y en el caso de los mexicanos, este factor, la brutalidad asesina ha llegado a niveles que violan la soberanía nacional.
Miembros de la las patrullas fronteriza han dado muerte a no menos de 10 mexicanos que se encontraban en tierras mexicanas. Les dispararon desde territorio estadounidenses y las autoridades del país jamás se interesaron en demandar la extradición de los uniformados culpables.
Los casos emblemáticos fueron los del adolescente Sergio Hernández Guereca, en Ciudad Juárez, Chihuahua, en los primeros días de junio de 2010, durante el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa.
El otro fue el de Guillermo Arévalo Pedraza, en Nuevo Laredo, Tamaulipas, también en el gobierno calderonista, en septiembre de 2012. Hay muchos casos más de homicidios sospechosos de haber sido cometidos por policías estadounidenses desde ese territorio, pero no están ampliamente documentados como los dos mencionados.
En ambas muertes policías de Estados Unidos dispararon desde su territorio a mexicanos que se encontraban en el nuestro. Y los culpables quedaron impunes, protegidos indebidamente por el sistema de justicia.
Hernández Guereca se encontraba con otros adolescentes en Ciudad Juárez, Chihuahua, junto a la cerca que separa los territorios de las dos naciones, cuando un policía fronterizo de Estados Unidos les exigió que se alejaran del lugar.
No le hicieron caso, porque el grupo de muchachos estaba en suelo mexicano y el criminal uniformado no tenía jurisdicción sobre esa franja territorial. Le disparó y le pegó en la cabeza. Después adujo que actuó en defensa propia, porque el muchacho lo amenazó con arrojarle una piedra. Y el juez de la causa le creyó y lo dejó en libertad.
Lo mismo ocurrió con Arévalo Pedraza, quien se encontraba con su familia a la orilla mexicana del río que separa a las dos naciones. Estaban en día de campo, y sin discusión, ni advertencia, policías fronterizos dispararon y le dieron muerte.
Argumentaron que los confundieron con narcotraficantes que huyeron de suelo estadounidense y cruzaron al mexicano. Eso basto para que los exoneraran. Y por lo visto, la brutalidad e instituto racista y asesino sigue extendido entre policías federales, estatales y municipales de Estados Unidos.
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